He transitado en calidad de lazarillo, repetidamente, por las diferentes salas del Museo Nacional de Guatemala (Munag). Uno tras otro he llevado a mis amigos y parientes para mostrarles un abanico artístico-cultural cuya naturaleza, por demás ecléctica, constituye una sumatoria de valores muy particulares y puntuales de la historia del arte de Guatemala. Valiosas piezas que suman contenidos al repertorio expresivo de los guatemaltecos.
La sala que recibe al visitante funde en un solo recinto lo contemporáneo, con la propuesta de Darío Escobar; lo colonial, con la sirena en piedra tallada, que otrora fuera parte de la fuente colonial que estuvo en el parque central de La Antigua y en San Cristóbal, una talla local encarnada y estofada, y, finalmente, una escultura prehispánica de grandes proporciones. Apabullante preámbulo que, apenas, es el inicio de un recorrido variado e interesante.
A partir de las salas contemporáneas y modernas, el visitante se interna en un recorrido hacia el pasado. En ellas se aprecian algunos trabajos que, en su momento, obtuvieron mucha visibilidad por ser premios nacionales provenientes de diversidad de certámenes. Dos joyitas que adquieren una segunda oportunidad al ser exhibidas en otro escenario son, por ejemplo, las dos pinturas primigenias del artista quetzalteco Alfredo García. Este relacionado con artistas como Zipacná de León, Erwin Guillermo o Moisés Barrios, también en ese circuito.
Un museo suigéneris.
Dagoberto Vásquez, Roberto González Goyri, Guillermo Grajeda Mena, Juan Antonio Franco, Roberto Ossaye, Efraín Recinos, Víctor Vásquez Kestler, Juan de Dios González, Rodolfo Abularach, Elmar Rojas, Magda Eunice Sánchez, César Izquierdo, Manolo Gallardo o Enrique Anleu Díaz (único superviviente del grupo listado) representan, con sus trabajos, la bisagra de las rupturas con las corrientes regionalistas académicas.
Entre ellos resalta, como artista único, el mosaico de dibujos, años treinta, de Carlos Mérida. Este artista, que expuso por primera vez en 1910, es la base del camino que tomó el retrato indigenista de Alfredo Gálvez Suárez, Humberto Garavito y los paisajistas de la primera generación de la Escuela Nacional de Artes Plásticas. En este orden se destacan los óleos de Valentín Abascal y Enrique de León Cabrera.
Aunque desfasado dentro del paisaje regional, llama la atención la pintura de Francisco Tún, otro artista particular en la panorámica del arte local y que pertenece a la generación del setenta. Su obra sobresale por su colorido inusual y por la composición intuitiva resuelta con el alma de un niño.
Otra pieza señalada es una acuarela sacada de contexto porque debería compartir espacio con Agustín Iriarte y Carlos Valentí. Esta aguada de Ernesto Bravo brinda una valiosa información, ya que registra el telón de boca realizado por Viviano Salvatierra hacia 1859 y que representa un paisaje del valle de Guatemala de enormes dimensiones.
Por Guillermo Monsanto